martes, abril 18, 2006

La política y la ética - 18 del mes del deshoje de 2006

¿Qué podría ser la política sino aquello que se encuentra determinado retroactivamente por la ética? Por eso Marx intuyó que no pueden predecirse los acontecimientos.

La cortesía excesiva que a veces mostramos recubre el odio, del cual padecemos pandemia. Ese odio, que a veces vuelco hacia mí mismo pero que generalmente se vuelve hacia los demás. Esa cortesía marca la distancia conveniente con el otro: sin ella aparece el temor de confundirme con el semejante, o lo que es peor: que me conozca, me sepa, me calcule, me manipule, cuando lo que esperamos es que a través de la cortesía sea el otro quien muestre el juego, para poder ser yo quien lo manipule.

Por eso la ética del sujeto contemporáneo da los frutos del odio que padecemos. Y digo padecemos porque nadie está exento de este hábito mental. Hace algún tiempo, carteles en las calles de Buenos Aires proponían a los que enfrentamos la corrupción distinguirnos de los corruptos por una cinta negra u otro signo de luto. ¿Qué político no se teñiría hasta la piel de negro? Si el ser humano es lo que dice Freud en El malestar en la cultura, o sea ese ser que, de permitírselo, mataría, denigraría, anularía al semejante, ¿quién está libre de corrupción? Por estas fechas, no es corrupto el que quiere sino el que puede. Todos estamos esperando que nos llamen para proponernos algún pequeño peculado.

Lo que se espera es que tengamos un gesto de generosidad, apartando el cáliz de la maldad cuando nos sea ofrecido. Pero éste debe inscribirse en una nueva ética, donde dicha grandeza no esté al servicio de los bienes. Lo cual es otro modo de decir que nos han arrebatado las palabras que en otra época fueron grandes: honestidad, honradez, honor… O las refundamos o creamos nuevas palabras, porque la nueva ética no puede compartirlas así como están con los que las usan como una mercancía más.

¿Cómo podría ser una nueva política determinada por una nueva ética en la cual el otro no fuera mi enemigo? O sea, ese que debo matar, o aquél al que voy a matar cuando me convenga. ¿Cómo sería, para que yo no tuviera que resguardar mis bienes de la rapiña del otro, de su odio infinito, de su sed de destrucción?

Fruto de un lapsus, alguien oye ‘Las epidemias del odio’ y escucha ‘Le pide miedo al odio’. Un sujeto demanda, y la fórmula la conocemos, algunos la repetimos de memoria. Aplicándola: ‘Te pido que rechaces el miedo que te ofrezco, Odio, porque no es eso’. Y el sujeto contemporáneo argentino sabe del miedo. Lo sabe de cuando temblaba detrás de los postigos (los cuales quería bien cerrados, no sea que la beldad asome) esperando que los militares se llevaran sólo al vecino. Después, cuando había perdido el temor envalentonado con las multitudes, vuelve a aparecer por la mano de Alfonsín en las Felices Pascuas, desmovilizando lo único que podría haberlo sostenido, a pesar de su falta de visión política y grandeza como estadista. Y el miedo se establece con fuerza en los 10 años de menemato que acabaron con lo que pudiera haber quedado de voluntad de cambio. El soborno a algunos, los palos y las balas para otros, el chantaje, la extorsión, el robo con desparpajo.

Y llegó el 19 y 20 de diciembre de 2001. Los que estuvimos podríamos hablar de nuestra sensación de estar fundándolo todo de nuevo: creíamos que bastaba con decir las cosas para que tuvieran consistencia. Florecieron las asambleas, que habían estado germinando. Los piquetes ya eran firmemente existentes. Fue el estallido de la crisis de representación, y no sólo del sistema político, sino que también quedó al desnudo la falta de representaciones de lo que estaba ocurriendo. Cosa que sólo preocupó –como corresponde– a los que tenían algo que perder en el asunto. Las Asambleas nacieron proponiéndose como el relevo necesario de la clase política, sin otra pretensión que ver en qué podía cada una modificar lo que tuviera cerca. Así se llenaron de ideas y proyectos. Pronto quedó en evidencia que ese modo de hacer política era inviable (según los partidos ya existentes, claro). Mientras por la derecha las atacaban en los medios, o con matones, o con el silencio, los partidos llamados de izquierda se lanzaron a la 'digna' tarea de coparlas (aparatearlas, como se llamó en la jerga a esta práctica deleznable), y lograron lo que la derecha no pudo: que quienes carecían de experiencia política se alejaran, desesperanzados y hartos de los discursos políticamente correctos, el consignismo y la sensación de estar siendo utilizados para intereses que no eran los fundacionales.

La izquierda: por la idiotez llega a la canallada.
La derecha: por la canallada llega a la idiotez.