domingo, diciembre 22, 2013

Evita

Es el destino de todo viviente cesar de existir. Los cuerpos son organismos complejos que buscan su disolución en lo inerte, y no hay escapatoria a la ley que nos rige. Lo que varía en nosotros, humanos vivos, es el cómo de nuestra muerte, el cuándo, el por qué.
Hay una segunda muerte, un segundo sentido del morir, que Borges relacionaba con el olvido: un hombre muere cuando ya todos quienes lo conocieron, quienes supieron algo de él, quienes hablarían de él, también mueren, es decir, olvidan. Esa es la muerte verdadera, de la que no rescata ni el nombre en una tumba.
La vida no es un bien absoluto, a pesar del discurso de lo políticamente correcto, buscando justificar la humanidad de un cigoto, o incluso del derecho a no ser condenado a muerte. Todos sabemos, a pesar de eso, que los activistas por los derechos de los condenados a muerte no luchan con igual intensidad por que ningún niño muera de hambre, condenado a muerte por desnutrición, por lejanía de un hospital, por falta de abrigo.
Por eso cuando un hombre, o una mujer, se tornan inolvidables (y de eso dan prueba de fe hasta sus mas odiosos enemigos), la única muerte posible es la corporal, la muerte física. Hablamos de ellos como si pudiéramos comentarles lo que ocurre, preguntarles qué harían en nuestra situación, dialogamos con ellos tomando en cuenta sus palabras más que las de los vivos que nos acompañan materialmente. Y cuando nos aconsejan sabiamente, nuestra gratitud se ensancha.
Nos gusta preguntarle a Evita, a María Eva Duarte de Perón, dialogar con ella, cuestionarla, escuchar sus respuestas. Nos resulta más viva que la mayoría de los vivos que nos responden todos los días por todos los medios cosas que no les hemos preguntado y para las que no tienen respuesta, cosas de muerto.